-¡Arranca chama, arranca! ¡Pica adelante! ¡Aquí si te quedas pierdes!
Siempre había sido una espectadora. Siempre había seguido el recorrido a través de una pantalla o mediante las voces de otros. Esta vez sería diferente. Tendría la oportunidad de estar allí, al pie del cañón, donde todo tiene una perspectiva que va en aumento. Las expectativas eran incontenibles.
Zapatos de goma: listos. Bloqueador solar: listo. Teléfonos cargados y a la mano: listos. La voz de partida está por sonar.
Una cosa es ver una marcha política por televisión, otra recorrerla como asistente y una muy pero muy distinta es cubrirla como periodista.
La tarima. Es verdad que la vista desde la tarima no tiene comparación. No hay cámara en el mundo que pueda sustituir al ojo humano y hacerte sentir lo que allí sucede. Ese fresquito que le entra a uno cuando tiene ciertos privilegios que vienen de la mano de la profesión.
Siempre había sido una espectadora. Siempre había seguido el recorrido a través de una pantalla o mediante las voces de otros. Esta vez sería diferente. Tendría la oportunidad de estar allí, al pie del cañón, donde todo tiene una perspectiva que va en aumento. Las expectativas eran incontenibles.
Zapatos de goma: listos. Bloqueador solar: listo. Teléfonos cargados y a la mano: listos. La voz de partida está por sonar.
Una cosa es ver una marcha política por televisión, otra recorrerla como asistente y una muy pero muy distinta es cubrirla como periodista.
La tarima. Es verdad que la vista desde la tarima no tiene comparación. No hay cámara en el mundo que pueda sustituir al ojo humano y hacerte sentir lo que allí sucede. Ese fresquito que le entra a uno cuando tiene ciertos privilegios que vienen de la mano de la profesión.
El ascenso y el descenso fue lo más traumático. Apretujones iban y venían con tanta frecuencia que uno se llega a acostumbrar a ellos. Una vez arriba había otras preocupaciones. Cuidado con los cables. Cuidado con los políticos. Cuidado con caerse. Cuidado con las cámaras. Cuidado con las cornetas. El más mínimo error allá arriba podría costarme la cabeza. Literalmente.
-Este gobierno tienes los días contados!! Vamos a demostrarles que todos los venezolanos ya se montaron en el autobús del progresoo!!- El eco retumbó en los oídos de quienes se asomaban incrédulos en las ventanas de los edificios aledaños. Las banderas de colores y las consignas de guerra terminaron por persuadir a los pequeños banderines azul y amarillo que finalmente salieron a darle un espaldarazo a aquellos políticos de antier que vinieron a respaldar el de mañana.
Ya encima de la tarima hubo transmisiones en vivo y hasta un toque de timbales por gente que tiene de músico lo que yo tengo de deportista (cosa que reafirmé minutos después).
Hora de bajar para iniciar el recorrido. Me lanzo? O no me lanzo? Le digo a mi jefe que me ataje? Me da como pena. Mejor me voy por las escaleras. Golpe, empujón, tropiezo, por fin abajo!.
En la Plaza Artigas de la Paz, al oeste de la capital, iniciarían los cinco kilómetros que prometió recorrer el candidato de la oposición Henrique Capriles Radonski para demostrarle al actual gobierno que también puede apoderarse de una zona populosa como lo es San Martín.
La muchedumbre se fundió entre sí al momento que se dio la imaginaria voz de partida. La algarabía venció al miedo y fue la protagonista de la jornada.
Empezó la carrera. Aunque era domingo y estábamos en Caracas no vestíamos de Nike, tampoco nos acompañó el fresco verdor del Ávila ni mucho menos promovíamos la respiración como mantra de vida. Éramos un montón de caraqueños abarrotando el asfalto de San Martín persiguiendo a un maratonista encubierto de candidato al que nos costó Dios y su ayuda mantenerle el paso.
A un grupo de periodistas, camarógrafos y fotógrafos (todos institucionales, escoltando a nuestro político correspondiente) nos tocó ir delante del candidato, abrirle paso pues. Una y no más. En vista de la inminente cercanía de Capriles (quien la última vez trotó 10 kilómetros mientras driblaba un balón) tuvimos que acelerar la marcha. Dejamos de trotar, comenzamos a correr. Cinco minutos, 10 minutos, 20 minutos a plena carrera. Avenida Principal de San Martín, Maternidad Concepción Palacios, Torres del Silencio.
La sangre empezó a subir a la cabeza, el aire escaseaba para los más pequeños y un par de manos imaginarias se introducían en mi estómago para apretarlo y exprimir cualquier gota de energía latente. Los empujones eran cada vez más frecuentes. Los curiosos tenían que esperar que pasara este tramo de la marcha para poder incorporarse. Era una masa impenetrable por los laterales.
El dolor le dio paso a la fatiga. Ya no duelen los golpes ni los apretujones. Duele el estomago, no puedo respirar.
Nunca le quité la vista de encima a mi fotógrafo quien ya es un veterano en estos vaporones.
-¡Arranca chama, arranca! ¡Pica adelante! ¡Aquí si te quedas pierdes!. Me gritaba a todo pulmón.
Mi fotógrafo se llama José pero estoy convencida de que es un ángel. Ha sobrevivido a una cantidad de percances imaginables para una persona que apenas empieza la cuarta década. Balas, golpes, detenciones, caídas de platabanda, amenazas y hasta mal de amores. De casi todas ha salido victorioso, menos del mal de amor, que es lo que más le pega. Ahí disfrazado de Robocop (dícese de rodilleras, coderas, botas, lentes y sombrero) intentaba guiarme para continuar con la cobertura del evento.
Casi me desplomo. La asfixia y los golpes pudieron más que mis ganas y mi necesidad de no fallarle a mi equipo de trabajo. Tuve que bajar el ritmo y casi con cierto sentido de culpabilidad me detuve a mirar el cielo y tomar una bocanada de aire que sentí no merecer por no seguirle el paso a la carrera. Debo hacer más Orbitrec, pensé preocupada.
Los perdí de vista. Me fusioné con el público asistente. Perdí mis privilegios, que a fin de cuentas, nunca fueron tales.
Por más que retomara la carrera jamás alcanzaría la punta de la movilización. Me dejé llevar. Alcé la mirada nuevamente y para mi sorpresa los habitantes de una construcción que gritaba el nombre en letras rojas y enormes de “Misión Vivienda” sacaban sus manos por las ventanas en señal de respaldo a aquella marcha.
La otra sorpresa me la llevé en la Maternidad Concepción Palacios cuando médicos y enfermeras desatendieron por unos minutos sus puestos de trabajo y comenzaron a saludarnos.
No llegaría caminando. Una moto, pensé. Sin la más mínima vergüenza me acerqué a un motorizado que descansaba en la esquina le pedí la segunda que me llevara al inicio de la marcha. Tras mi ahogada explicación terminó por darme la cola. Mi primera vez en moto. Tras casi 27 años de vida a mí se me ocurre experimentar la libertad de un paseo en moto de manos de un mototaxista.
Avanzamos por cuadras paralelas a la avenida Lecuna, nos metimos en contra sentido e hicimos todas las cosas por las cuales yo le mento la madre a los motorizados días tras día. La lengua y su castigo del cuerpo.
Llegamos a Parque Central, a la punta de la marcha, y así como por arte de magia volví a subirme en la tarima. Los privilegios nunca estuvieron perdidos.
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